Sin Jesucristo, andamos a oscuras. Con Jesucristo todo es visto en su realidad más profunda. Con Jesucristo llega la alegría de la luz a tantas zonas de nuestra vida que adquieren sentido alumbradas por él. Y la vida dedicada a la contemplación es una prolongación de la luz de Cristo en nuestro mundo, en nuestra época. La vida consagrada es luz, porque es testimonio de Cristo, imitando a María su bendita Madre.
Es una vida que no se entiende si no se acoge la luz de Cristo, y al mismo tiempo esa vida consagrada ilumina y da sentido a tantos interrogantes que se plantean nuestros contemporáneos. La vida consagrada es una luz profética para nuestro tiempo.
Se trata de una vida entregada plenamente a Dios, que misteriosamente fecunda el resto de la Comunidad eclesial y aun de la humanidad. Por eso es también un servicio a los hermanos que sólo se entiende si la luz de Cristo ha entrado en el corazón de esa persona y ha tirado de ella para hacer de su vida una ofrenda de amor.
Es toda una vida entregada en la virginidad, la obediencia y la pobreza, vivida en comunidad, como una luz llamativa -incluso escandalosamente llamativa- para el mundo de hoy. Porque representa los más altos valores del Reino, vividos por Jesús, y que iluminan la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Las monjas y los monjes de vida contemplativa, con clausura y sin clausura, nos reclaman para la oración y ofrecen sus comunidades como oasis de paz para el encuentro con dios y consigo mismo, para la oración litúrgica, para la adoración eucarística, para el sosiego que sólo Dios puede dar.
Deseamos que su testimonio alumbre el corazón de tantos jóvenes, que conociéndoles, puedan sentir la llamada a seguir al Señor por el mismo camino. Les damos gracias por su entrega, de toda la vida, muchos de ellos y ellas ya cargados de años y de méritos.
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